La caverna
Imágenes fugaces enmascaran la realidad de un mundo que aniquila y deja morir. Pero los vencidos poseen una ternura infinita que ama las palabras con todo lo que ellas contienen y olvidan, y ven en el descubrimiento fortuito la anciana profecía que los despierta de su sopor, atreviéndose a correr tras la incierta promesa de una felicidad distinta.
El camino hacia el Centro es un lento pasar por la historia de un mundo que esconde su agonía tras nombres engañosos. El cinturón verde es un apelativo rimbombante que no consigue transformar la visión de un largo erial cubierto de plásticos grises y sucios de humo que hacen las veces de invernadero donde se cultivan todo el año fresas de colores desvaídos, que apenas guardan trazas del sabroso aroma de las fresas de antaño. Más adelante, las chavolas se extienden casi hasta la ciudad como un bicho absurdo y feo de mil tentáculos. Cipriano Algor ha hecho este recorrido cientos de veces, pero aún no ha conseguido cerrar los ojos a la desolación mirando simplemente más allá de ella, viendo todo lo bueno que la moderna civilización puede ofrecer sólo un poco más lejos. Él vive en el pueblo, con su plaza torcida que ni siquiera es redonda como debería, y en su desvalijada furgoneta lleva un rótulo pintado que reza: Alfarería. Él aún no lo sabe, pero ésta es la última carga de platería que va a entregar en el Centro; ya no hay mercado para sus platos de cerámica, ahora los nuevos platos son mejores, más resistentes y con un acabado y un tacto perfectos.
Cipriano no sabe hacer nada más que sentarse ante el torno y amasar y luego cocer lo que ha amasado; y aunque como observadores podríamos decir que ha recibido la noticia con resignación, resignación es la palabra que sirve para esconder a la mirada ajena la desesperación, el agotamiento de toda esperanza frente a una sentencia que vuelve inútil la mera existencia.
El camino hacia el Centro es un lento pasar por la historia de un mundo que esconde su agonía tras nombres engañosos. El cinturón verde es un apelativo rimbombante que no consigue transformar la visión de un largo erial cubierto de plásticos grises y sucios de humo que hacen las veces de invernadero donde se cultivan todo el año fresas de colores desvaídos, que apenas guardan trazas del sabroso aroma de las fresas de antaño. Más adelante, las chavolas se extienden casi hasta la ciudad como un bicho absurdo y feo de mil tentáculos. Cipriano Algor ha hecho este recorrido cientos de veces, pero aún no ha conseguido cerrar los ojos a la desolación mirando simplemente más allá de ella, viendo todo lo bueno que la moderna civilización puede ofrecer sólo un poco más lejos. Él vive en el pueblo, con su plaza torcida que ni siquiera es redonda como debería, y en su desvalijada furgoneta lleva un rótulo pintado que reza: Alfarería. Él aún no lo sabe, pero ésta es la última carga de platería que va a entregar en el Centro; ya no hay mercado para sus platos de cerámica, ahora los nuevos platos son mejores, más resistentes y con un acabado y un tacto perfectos.
Cipriano no sabe hacer nada más que sentarse ante el torno y amasar y luego cocer lo que ha amasado; y aunque como observadores podríamos decir que ha recibido la noticia con resignación, resignación es la palabra que sirve para esconder a la mirada ajena la desesperación, el agotamiento de toda esperanza frente a una sentencia que vuelve inútil la mera existencia.
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